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5 de julio de 2018

El coqueteo: tres días de crónica en Morelia

Aproximándonos



Aquí voy por la estrecha calle empedrada, cuesta arriba, por una ciudad que no me conoce. Si me conociera cediera un poco desde ahorita y me permitiera retirar la distancia cultural que existe entre ambas y Morelia, se sonroja a la par de mis tímidas sonrisas en solitario, mientras asciendo por Quintana Roo. Su cantera rosada me coquetea sin piedad, por eso río.
Mientras avanzo esquivando transeúntes, ciclistas y autobuses que parecen toros blancos no domesticados, recuerdo que por prudencia, debo actuar con naturalidad, para que mi vulnerabilidad (en todos sentidos) permanezca oculta adentro de mis botas todo terreno y debajo del suéter deportivo, con mi fingida fisionomía "karateca sin sentimientos".
Sé que Hortensia me tiene mucha fe, por eso me pidió que viniera; pero sobre todo sabía que yo era la indicada, no tanto por mi fascinación por la construcción de historias desde sus cimientos en el otro, sino, -es que tú si eres aventada, mija.
Parece que voy caminando y avanzando pero mis oídos y mis ojos son como dos niños traviesos que corretean y juegan a la roña. Se paran en la esquina del taquero donde la mujer cuestiona a uno de los trabajadores  -Cuantos hijos tienes con ella? -Cinco. Río (yo tengo tres). -Pero te haces cargo? -Ya no estoy con ella. Me fastidia. Continúo.
Ya no se si voy hacia adelante o hacia atrás. En una ciudad conocida ya habría decidido esa cuestión. Porque es una cuestión de percepción nada más, hasta que alguien me diga que el mundo tiene frente y patio trasero, o es cuadrado pero tiene una parte mas angosta.
Aquí estoy, no sé a dónde ir todavía ya que me desocupo de mis obligadas actividades. Pude asombrarme de la forma de las hojas de los árboles, de las semillas voladoras que descienden en espiral y caen como un puñado estrellándose en el empedrado de la Plaza de las Rosas, mientras escucho a los niños pedirle atención a la madre, mientras juegan.
Quiero mimetizarme un poco porque me marea ser descubierta en la mirada de otros como la extraña que viene de fuera, lo peor de todo es que puedo sentirlo, tanto que no escapo aun de Morelia.

Extraviada


Que difícil y sencillo a la vez es viajar solo. ¿En quién puedo confiar? ¿En uno de los boleros que quedaron en el centro, de los que habló Juan? ¿En el hombre que prepara un vaso de gaspacho a la orden de -Con harto piquín, por favor- porque no me atreví a entrar a un restaurante para comer? ¿En el amigo de Hiram que puede llevarme a conocer la ciudad en doble piso (leyendas y lugares históricos) y conseguirme un taxi seguro para abordar en la madrugada que me iré? ¿A quién puedo decirle que me he perdido? que tengo un poco de miedo porque siento que me he alejado demasiado de mi zona de confort, de la calle que intenté memorizar: Quintana Roo.
Me he pasado de largo, he olvidado el camino de vuelta a ese lugar seguro que gracias a Mijane he conseguido en esta ciudad que me arropa como un tejido purépecha de hilos coloridos que brillan ajenos a mis sencillos vestidos sutilmente yoremes.
Se reirían de mi si les dijera que el dinero no quita el hambre, que no fulmina mi timidez de preguntar y pedir la carta en algún restaurant y que no mata mi dificultad de comer sola porque así me sabe a nada el alimento. No tiene caso que me esfuerce demasiado, porque así es esto que siento. No me aprovecha la soledad.
Puedo en mi extravío permitirme (me exijo valientemente), entrar al mercado de dulces, aunque me sienta rodeada, aunque no compre nada. En ese estrecho camino apabullado de personas, colores y olores de azúcar y miel, hay voces que piden que pase, que pregunte. Sé que en la mirada traigo grabada la palabra "Extraviada" y escucho una voz que me tranquiliza, porque se ofrece a si misma como artesanía humana sin pedir nada. La mujer madura invita, seduce, casi compromete, porque no embelesa como sirena, su tono de voz atrapa como sus dulces llaman hasta el mercado a las abejas que se quedan ahí hasta su muerte. 
Con ella y su voz hipnótica quiero llevarme de todo y, que cuando esté en la solitaria habitación de la calle Jacona en la colonia Juárez pasando mi última noche, me vea al espejo del ropero que hay frente a la cama prestada degustando pedacitos de ate, cruzada de piernas, recostada y tranquila, resignada a irme de prisa sin conocer de verdad Morelia.
Mientras desbarate con la lengua cada trozito de dulce, resonará, lo sé, la invitación de esa señora, pero esta vez diciendo: Vuelve...pronto.

Romance

Obra de Florence Leyret en Palacio Clavijero
Como no tenía caso desvivirme por encontrar un sitio para comer sola, puse a andar mis pies cuesta arriba por la calle hacia la zona más transitada, como una local cualquiera, con cabellos de extranjera y actitud de nativa, simplemente otra forastera de paso, pero en ayunas. Ya encontraría cualquier autoservicio para comprar algo. Pilas al tope de mi cámara discreta, avanzo esquivando miradas sin bajar la frente como me lo dijo un día un presidente, -siempre digna avanza-.
Me protege la lente por la que me asomo con sutileza la mirada, que no se sienta la agresión al paisaje que causo, las estatuas que inmortalizo de nuevo con un disparo silencioso que no mata, ni a las palomas que instintivamente vuelan, se desparraman en slow motion sobre la cabeza de las indias purhepechas para después volver a beber de las aguas que rodean su ofrenda al cielo.
Como ya es costumbre ignorar las instrucciones del mapa, me he perdido de nuevo, aunque esta vez contemplo hacia afuera mi extravío frente a un bosque, un museo y el acueducto que traigo en un billete de 50 pesos mexicanos. Debe haber constancia de mi visita, como es moda hacerlo, pero odio las modas, sin embargo, ya pasará de moda y me tomo una foto para mi misma, una selfie, solitaria, histórica, documento evidente de mi viaje.
Luego el romance de un callejón solo como yo, que en otra dimensión no sabe que he llegado ahí y permanece solitario, con dos viejas mujeres que charlan tan cotidianamente, se pierde. Quizás es la magia de la noche la que despierta esa belleza que cuentan del sitio que no pude sentir, porque lugares bonitos hay, pero belleza la paz de Catedral cuando permaneces absorto hacia el techo en modo meditativo, sin juzgar el oro y el tiempo... 
Ahora me voy. Ha llegado el taxi a las 5 de la mañana. iré sin saberlo a descubrir con asombro el fuego que arde de un pozo petrolero y el color de las copas de las jacarandas. Mis ojos no terminan de irse de Morelia y ya están pasando por Guanajuato.






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