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29 de octubre de 2020

El emperador escondió un tesoro…

 


La vida del emperador era políticamente complicada. 

Todo el tiempo habría que estar atendiendo asuntos reales concernientes al bienestar del pueblo, cuestiones militares, escuchando los rumores que le traían sus súbditos sobre las luchas de poder dentro de la misma familia real, traiciones y rebeliones de grupos del pueblo, así que la vida entera del emperador estaba dedicada a gobernar.

No había suficiente espacio en su agenda personal para atender nimiedades como los hijos o la primera esposa.

Había muchos hijos y esposas del emperador por lo que los sirvientes se encargaban de los asuntos familiares y dejaban en manos del emperador la justicia y paz de la nación.

Los eunucos y sirvientes eran los seres más cercanos a este gobernante descendiente de Dios sobre la tierra. Después de ellos no había momentos de expresión de debilidades. Solo ellos podían conocer los más frágiles momentos humanos que podría padecer una persona así.

No obstante, por muchos años el emperador calló un secreto.


Desde niño fue criado para gobernar por lo que careció de la presencia de sus padres y fue acompañado de maestros de todas las artes necesarias para tal fin.

Le enseñaron a desconfiar tempranamente en todos, así que nunca tuvo un amigo con quien compartir su verdadera personalidad.


El emperador era conocido por ser duro, impasible, vengativo, no había nadie en el imperio que no le temiera ante su sola presencia o su rumor de llegada; no es que fuera atroz, era como una roca, pesado, gris, duro, inamovible con sus determinaciones.

Pero un día, ninguno de sus súbditos pudo impedir que un enviado de sus enemigos lanzara un diminuto dardo envenenado que pegó justo en el brazo derecho.

De inmediato el punzante dolor lo hizo desplomarse, pero fue sostenido apenas por uno de sus sirvientes más leales lo que impidió que golpeara contra el suelo.

Rápidamente hubo una gran conmoción por la caída del dueño de la nación entera pues se quejaba de un gran dolor en su cuerpo, era el dardo cuyo veneno estaba envenenando cada arteria.

Los médicos más renombrados asistieron la salud del emperador en búsqueda de su alivio, sin embargo, el veneno poco a poco comenzó a afectar la salud mental de este, quien nombraba lugares y personas que los cercanos súbditos desconocían.

El súbdito más leal conocía una magnífica curandera de una aldea conquistada y dispuso a algunos oficiales mandar por ella en su nombre para atender la salud del emperador.

Aunque el camino era largo para llegar y regresar, el súbdito que había visto caer al emperador confiaba que pudiese llegar a tiempo para salvarle la vida.

Los enemigos del emperador se enteraban de las intenciones de buscar una medicina para curar al gobernante, así que ponían toda especie de trampas para impedir que esto ocurriera.



Así, poco a poco se había menos los médicos que asistían al enfermo y este deliraba con alucinaciones a veces tormentosas de sombras y de enemigos, otras de cuestiones extenuantes de trabajo.

El emperador ya no estaba despierto, aunque estuviera con los ojos abiertos, su vida entera estaba entregada a las alucinaciones que le producía el veneno lanzado en el dardo.



Cuando el emisario del sirviente logró llegar a la aldea de la curandera, fue en su búsqueda y al encontrar la choza donde esta vivía miró dos mujeres, una joven y la otra vieja, ambas con un mismo atuendo, lo cual le hizo pensar que eran hija y madre o maestra y discípula.

Se presentó ante la joven, le contó la situación y le entregó un pergamino de su compatriota en el palacio.

Esta sin mediar palabra le indicó a señas que esperara afuera.

Las dos mujeres entraron a la choza y poco después salió del interior otra dama de mediana edad, de mirada transparente y ojos rasgados, vestida con una túnica teñida con flores de lavanda.

La peculiar mujer se acercó al corral donde estaba una hermosa yegua albina. Le puso la montura y la sacó para partir, llevando tan solo un bolso con provisiones en su espalda y saliendo con prisa, pero sin desespero.

El emperador ya había sido visitado por sus concubinas y sus esposas. Sus hijos también.

Todos especulaban acerca del tiempo en que tardaría en morir debido a su estado y lo que sucedería entonces con el trono.

Sus secretarios y ministros estaban realizando reuniones secretas para los preparativos del funeral en caso de su muerte, ya esperada.

A la ciudad llegaron a caballo y toda prisa el emisario y la curandera.

Al acercarse a palacio, el enviado sacó de su vestidura una medalla entregada por el súbdito del emperador como identificación de entrada; les abrieron paso.

En la cámara del mandatario, quien agonizaba entre delirios, dolores y tormentos, solo quedaba un médico tomándole el pulso de cuando en cuando para saber si el corazón del emperador seguiría resistiendo el mal desconocido, además del súbdito quien había enviado por la curandera.

Ya todos le habían abandonado esperando solamente el llamado del médico para comenzar las ceremonias fúnebres y los protocolos de sucesión del imperio, que era lo que tenía más nerviosa a la nación entera pues, se habían incrementado los hechos de violencia entre las familias que ostentaban los títulos de gobierno que serían entregados al siguiente gobernante después de que el actual falleciera.

Tras el emisario venía la dama curandera que le seguía por las habitaciones hasta llegar a la cámara del enfermo.

Una vez ahí, el médico lanzó un suspiro de agotamiento y se dejó caer sentado en el piso. La mujer solo cruzó miradas con su conocido y este, al coincidir con sus ojos supo que debería sacar de inmediato al médico de ese cuarto, así que se levantó y camino de prisa escoltando al doctor fuera del aposento.

La dama se acercó sin prisa al emperador y vio su situación por encima de sus vestiduras. La mirada perdida de este entre risas y gestos de temor, balbuceos hilarantes, estremecimientos.

No era suficiente, así que pidió al súbdito que le ayudara a desvestir a su amo, por lo que le dejaron desnudo en su ensueño delirante

Ya sin el orgullo de las vestimentas reales que hacían imponerse al mandatario, la dama se sentó al borde de la cama del hombre y lo miró con mayor detenimiento. Pudo notar su palidez, su piel pegada a los huesos, su temperatura fría y los espasmos que comprimían la poca carne de sus músculos y una pequeña hendidura en su lado derecho, por donde habría entrado el dardo.

Volteándose tomó el bolso la mujer y sacó de ahí una daga fina y antes de que el súbdito intentara detenerla hirió su propia mano de la que comenzó a salir sangre que de inmediato vertió en la boca al moribundo y este reaccionó mordiéndole tan fuerte que la mujer gritó de dolor.

Era tan dura la mordida que el súbdito tuvo que abrir la mandíbula del emperador a la fuerza a fin de que soltara a la dama, pero ya estaba hecho.

La sangre de la mujer estaba corriendo por el cuerpo del hombre quien tuvo una convulsión y luego quedó inconsciente e inmóvil.

El sirviente pensó que el amo estaba muerto, pero la mujer, sin mucha preocupación por  el paciente se sujetaba un pedazo de tela donde se había hecho la incisión.

Luego sacó del bolso una botella de porcelana con vino de mil flores, le dio un sorbo y luego, le vertió unas cuantas gotas en los labios al señor.

Tras pasar algunas horas el emperador abrió los ojos como si despertara de un sueño. Se sentía hambriento y pidió que le prepararan un caldo de gallina.

Las mejores cocineras fueron informadas de inmediato y salieron a buscar la gallina al corral para preparar el platillo más fresco.

El regreso de apetito del rey junto con su lucidez poco a poco fue dado a conocer a los familiares reales quienes pensaron que se trataba de una situación temporal, así que no asistieron sino esperaron hasta recibir nuevas noticias.

El hombre descendiente de los dioses de esa nación estaba débil, pero había recobrado la conciencia. Preguntaba por asuntos de su gobernancia, por sus riquezas y hasta incluso preguntó por sus esposas y concubinas.

La curandera se acercó a la cama del emperador quien ya podía reconocer algunos rostros de sirvientes que acudían, pero a ella no la reconoció, por tanto, preguntó quién era esa mujer.

El sirviente explicó a su amo que la mujer había aliviado sus males con medicinas que ella misma había preparado, por tal razón el mandatario expresó sus respetos a la dama y le pidió se acercara un poco más para verle.

La curandera se acercó, tomó la mano del señor y le dijo que el veneno de un dardo pequeño lanzado por sus enemigos había crecido dentro de él y que su vida se había hecho más corta, tan corta como unos cuantos días, pero que la cálida sangre que le había dado logró reanimarle y volverle de nuevo ya que la mujer misma era una medicina pues solamente se alimentaba de hierbas curativas.

Tras haberle informado de la situación, el emperador declaró que cualquiera que fuera la petición para pagar su gratitud con la dama sería concedido.

La dama, sacó de su vestimenta un saquito de terciopelo tinto que era familiar al emperador. Lo acercó a su mano y le dijo que dentro de este estaba una petición.

El emperador tomó el pequeño bolso y sacó de él un objeto que hizo desorbitar su mirada por unos instantes perdiéndose en el pasado.

Cuando volvió en sí miró a la dama a los ojos que le confirmaron una verdad.

En su juventud, el emperador deseó por un momento dejarlo todo a lo que estaba acostumbrado y conocer más allá de lo conocido, por lo que un día huyó del palacio imperial disfrazado de un ciudadano común.

Tras perderse por días en ese mundo no conocido hasta el momento, llegó a una aldea donde conoció a una hermosa joven quien lo cautivó con sus aromáticos tés servidos a los funcionarios que acudían a dicha posada.

La joven no había conocido a ningún hombre que apreciara los detalles en su servicio, así que también ella fue cautiva de la atención del oculto joven.

Fueron días de cortejo hasta que él le dio en promesa de volver por ella una placa de oro de flor de loto, marchándose tras haber iniciado su idilio.

No obstante, al llegar a palacio fue confinado a no salir hasta ser casado con una dama de la nobleza, así que fue entregado en matrimonio e instruido de olvidar cualquier conexión que hubiera tenido con aquella jovencita.

Los deberes de palacio, la gubernatura de la nación, los problemas, los hijos y las traiciones fueron apartando de su corazón la sensibilidad, así que por política hacía lo conveniente, actuaba conforme a la ley de su país, poniendo el ejemplo de trabajo, diplomacia y justicia.

Pero el descendiente de los dioses no sabía que la joven había quedado encinta, siendo la dama de vestido lavanda la hija de aquella joven que llevaba de regreso la flor de loto de oro dentro de aquella peculiar y única bolsa de terciopelo.

Al reconocer el bolso y la placa, la mente del gobernante fue y regresó del pasado al presente varias veces, y al ver los ojos de la mujer reconoció en ellos un mestizaje de aquellos únicos rasgos que le habían cautivado, además de la impecable mesura y sabor dispuestos en aquellos aromáticos tés y el color de sus ojos.

Por un tiempo el emperador quedó perplejo, temblando con el objeto en sus manos. Tenía ganas de preguntar muchas cosas sobre aquella joven a la que nunca volvió, pero de su garganta no fluían las palabras y el veneno seguía obrando dentro de su sangre, por lo que no le quedaba mucho de vida.

Pero el emperador no sabía claramente cuál era la petición de la dama curandera, así que le preguntó si querría dinero, oro, posesiones o tierras.

Ella le solicitó dos cosas: una pensión para su madre, para limpiar su honor y viviera su vejez sin demasiadas carencias.

No era una cosa difícil, así que fue concedido.

La segunda petición fue permitirle quedarse a su lado como hija legítima hasta el día de su muerte. El emperador solo tenía hijos varones a los que poco conocía y del amor de sus mujeres no sabía demasiado, porque nunca más se enamoró, convirtiéndose así en un hombre de corazón de roca, pero aceptó, porque sabía que no le quedaba mucho y que ella era pura medicina, lo que le daría tiempo de arreglar sus pendientes.

Así, de manera egoísta, el emperador concedió la petición de la dama curandera quien durante sus últimos días le enseñó de las atenciones y cariño que nunca antes tuvo.

Todos los días, mientras el emperador dormía, la hija se quitaba un pedazo de costra de su herida y vertía una gota de sangre en los labios del anciano tratando de revertir los efectos del veneno del dardo, pero mientras más tiempo pasaba más rápido se consumía su señor.


Una noche, ya no salió sangre de la herida de la mujer, así que supo que esa era la última vez que le vería con vida. Ella estaba agotada y enferma, pero se mantenía firme

Se colocó en el regazo de su padre y notó en su pulso lo débil que estaba.  Él sin embargo, le tomó de la mano fuertemente y la acercó a su cara para besar su frente y le habló como nunca le había hablado a nadie en su vida:

“Mi amor, mi hija, gracias, por regalarme un día más de vida”...

Debido a que la situación de su vida como emperador había sido complicada, jamás antes expresó sus sentimientos con tal apertura, así que se descubrió un hombre diferente al final de su vida.

Esa noche el emperador murió mientras la dama dormía exhausta de haberse desangrado todo ese tiempo para él. 

Al despertar la dama encontró aún su cuerpo tibio y se lamentó con enormes lágrimas no haber podido sacar más sangre de sus propias venas para darle vida a su señor.

Todo mundo siguió su curso, los funerales, la sucesión del emperador, las rebeliones y la violencia, pero algo había cambiado, los corazones de la dama y de su padre.





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