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19 de julio de 2015

Memoria de un martes al atardecer


















Las personas vienen, pasan, se van. El reflejo del gran charco que se formó alrededor de la banca en que me senté a escribir me otorga el privilegio de la primera fila al espectáculo de atardecer de un martes de verano en Mexicali. No es Nueva York, sólo Mexicali.
En el reflejo hay un cielo gris sonrojado, un sauce que parece danzar tímidamente, un arbusto vigilante y una horca sin ahorcado. De vez en cuando un bicho le da movilidad al reflejo, pero éste vuelve a conseguir los mismos elementos. En cambio no son las mismas personas que vienen, pasan y se van frente a mí. Ellas corren, unas caminan, otras, las menos, regresan y me dan la espalda. Todas, excepto quienes regresan, tienen prisa. Las otras personas se ven agitadas y distraídas. 
El sauce del reflejo en realidad es un eucalipto que movido por el débil soplo de viento, parece anhelar ser un sauce, uno que forme parte del escrito de alguien.
Hay dos cosas en el reflejo frente a mi: lo que es y lo que se sueña ser. Lo que se sueña ser es más fuerte, es lo que miro con mayor detenimiento, es lo que creo que debería existir. ¿Quién le dió capacidad a esa sustancia para mostrarnos lo que mediante nuestros propios ojos no podremos nunca ver? Quizá sea la señal de algo más.

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